martes, julio 24, 2007

Sublimaciones (o "esas malditas películas")

Las películas nos tienen malcriados.

En las películas se muestra a las personas logrando grandes cosas. Nosotros también queremos lograr grandes cosas en la vida. Hasta ahí, vamos bien. Buen motivo para ver películas. Uno ve al protagonista ahí, tratando de hacer lo suyo, mientras uno aquí, tratando de hacer otro tanto.

El problema son los violines. Los violines y los bronces.

El problema es que la película dura, minutos más, minutos menos, un par de horas. Y en ese tiempo, el tipo te presenta a todo el zoológico de personajes que hacen su historia más creíble, te muestra el embrollo en que se mete, le pone harto esfuerzo, y gana. Bueno, por lo menos en la mayoría. Favor no incluir Siete pecados capitales, de Fincher, o 300, de Miller, en la lista de ejemplos.

Pues resulta que la vida real dura bastante más de dos horas. Y la sensación de hacer grandes cosas, cuando la escala temporal es de miles de horas, es radicalmente diferente. ¿Alguien se ha propuesto aprobar cinco ramos en una universidad escuchando constantemente la fanfarria de Rocky? No creo que resulte, por muy vigorizante que sea la famosa pieza,

-Atención, *kjjjj* atento atento subterráneo, *kjjjj* va bajando un carnet rajado al estacionamiento en caída libre, cambio *kjjjj*

pero ése no es el punto. El asunto es que el concepto de lo épico se diluye entre todo lo que abarca la vida cotidiana. El ímpetu de hacer las cosas, en la vida cotidiana, es bastante más tenue. No por eso menos vital, menos trascendente, pero sí bastante más, ehhh, diluido. Es necesario un empuje extra. Es necesario, no sólo sostener el ímpetu para hacerlo, sino también sostenerlo mientras no lo estamos haciendo. Y eso cuesta. Mantener el tesón mientras se disuelve el té de la bolsa. Mantener el deseo mientras el microbús se bambolea al son de las grietas de las calles. Mantener la voluntad mientras se cierran los párpados, a las tres y tanto.

Crecer.

Lentamente.

Definitivamente.

lunes, julio 09, 2007

La hora de las cuentas

Una de mis postales viejas (y queridas) son mis días del bachillerato, allá en la Usach. Aunque algunos de mis compañeros de esos años, hoy en día, opinan que eso fue más parecido a quinto medio que a alguna experiencia universitaria, yo no digo lo mismo. Aprendí bastante ahí. De hecho, les quiero dejar aquí una de las cosas que me han quedado dando vueltas, con el correr de los años. Resulta que entre los ramos que tuve que bancarme para aprender todo lo que no me daba cuenta que estaba aprendiendo, estaba Economía. Hubo un concepto que me gustó más que los otros.

Costo alternativo, recuerdo que se llamaba.

El famoso concepto dice que, frente a una elección económica, se puede ponderar el valor de cada alternativa por medio de establecer lo que se pierde dejando de lado la otra alternativa. En simple, si estoy indeciso entre ir al cine o al parque, lo único que tengo que hacer para saber qué tanto quiero ir al cine es pensar qué tan bien lo pasaría en el parque. Si después de considerar eso, sigo queriendo ir al cine, entonces ésa es mi lección. Por supuesto, la idea es hacer el mismo ejercicio a la inversa, para tener el panorama completo.

Pregunta preguntosa. ¿Ustedes creen que eso sólo se aplica a decisiones de corte económico? Yo no. Creo que ese concepto, el de costo alternativo, se puede aplicar a toda la vida. Pienso en mis elecciones, y déjenme decirles que me siento buen economista. Me quedo con casi todas las elecciones que he hecho en mi vida.

¿Con todas, todas-todas, así toooodas?
-Bueno, no todas, pero la idea se entiende

¿Y por qué no estudiaste ingeniería comercial entonces?
-Porque soy un fiasco para las matemáticas. Simple.

Osea que la hiciste de oro. No teni' problemas.
-Claro que tengo. Pero son míos, son hijos de mis decisiones.


Son lo que hizo de mí el que soy ahora. Y eso no es malo. Por lo menos, eso es lo que siento, cada vez que me miro al espejo. Incluso despeinado, cansado, con ojeras, cada viernes a las once y media de la noche.