lunes, febrero 25, 2008

Por amor a Lota


Hola, Nublar. Primera vez este año.

Debo decir que mi primera intención fue postear algo sobre mis vacaciones. La pasamos increíble. Fueron de esas vacaciones de casa de familiares, de despertares con ruido de mar allá a lo lejos, de noches somnolientas mirando el crepitar de un buen fuego, de caminatas de a dos por el bosque. Todas esas postales que en virtud de mi nueva vida comienzan a saborearse más a pesar de pasar más rápido. Hubo asados al palo, fotos a pájaros carpinteros, cervezas trasnochadas, batallas contra una legión de mosquitos, arrumacos de mediodía y abrazos de esos largos, que se respiran profundo al despedirse.

Pero hubo una cosa que me marcó, muy profundo.

Una de nuestras escalas con la Marce fue la casa de Lota. Allí vive un hermano de mi vieja, en una casona grande que queda justo al frente del otrora famosísimo Parque de Lota. Allí pasaba mis veranos cuando era niño, y también algo entrada mi adolescencia. Este verano me tocó decirle adiós a esa casa, porque mis tíos se van de ahí.

So what, dirán algunos.

El asunto es que existe cierta melancolía asociada a los lugares de infancia. Quizás no para todos, pero para algunos como yo (esos que los gringos llaman los bleeding hearts -sentimentaloides, dirían en español-), se trata de lugares donde uno se conecta con su propia historia. Algunos de esos lugares traen buenos recuerdos, otros no tanto. El caso es que ocurre que ése es el lugar que más quiero en este planeta. No acostumbro a apegarme tanto a cosas materiales, pero los lugares de mi historia sí tienen un inmenso poder sobre mí.

Por si a alguien le interesa, les cuento que hice de ese viaje una de las postales más poéticas de mi existencia. Me di el lujo de sacarle fotos desde la memoria, desde como yo recuerdo mis estadías allá. La Marce parecía no entender mucho (o en realidad sí, pero no lo decía), así que traté de explicarle. Y me quedé sin palabras un buen rato, hasta que algo salió. Resulta que si uno se esfuerza lo suficiente, es posible describir en una palabra, o una frase, lo que cierto lugar o época significó para la propia vivencia. Y llegué a la conclusión de que ese lugar, para mi memoria, tiene una sola palabra para describirlo.

Júbilo.

Imagínense de niños, viajando horas en auto, hasta sentir el aire salino colarse por las ventanas tapadas con toallas para no achicharrarse con el calor del viaje. Imagínense bajando del auto, corriendo a todo lo que unas piernas de cinco años de edad pueden dar, para el abrazo colectivo de una decena de primos, tíos, abuelos, perros, y uno que otro amigo invitado al asado sureño de rigor. Imagínense un lugar donde el tiempo parece detenerse, donde los viejos no retan tanto, donde despertar es comenzar a jugar (no antes del té con leche y el pan con dulce de membrillo), donde la quebrada con los túneles de vegetación y las zarzamoras esperan siempre, donde descubres que ya no eres niño y comienzas a sentir que salir de noche ya tiene otro sabor, que ya el grupo con el que andas no es un equipo de pichanga de barrio, sino que es la clásica pandilla preadolescente.

Este verano me despedí de esa casa. No la voy a volver a ver más. Fui un día, sólo un día, y me marché para siempre. E hice algo que no pensé, que me salió así, de pronto, como las grandes postales de la vida. Me devolví al último minuto y entré por última vez corriendo, y por un minuto entero el tiempo se dobló, volvió sobre sí mismo, y volví a recorrer esa casa teniendo cinco años, teniendo nueve, teniendo doce. Volví a recorrer los pasillos, la chimenea, la sala de estar, con el júbilo de un niño. Corrí con los brazos abiertos, tocando las paredes, dándole las gracias al infinito por tanto pasado. Luego el minuto terminó, y salí caminando con mis treinta y uno y una pena tan inmensa como mi júbilo.

Ay, Dios mío. Hay tanto amor en ese lugar. Amo tanto, tanto ese lugar.

Adiós, Cerámica 101. Te voy a extrañar hasta el día en que me muera. Te llevo en mis fotos, te llevo en mi piel, te llevo hasta en mis huesos.

Hasta siempre.