Eso no necesariamente es algo malo. Desde que nacemos, hasta el mismo momento en que exhalamos el último suspiro, nos pasamos aprendiendo (y sin terminar nunca de aprender) a articularnos con otros. Y el hecho de que la vida, a veces, sea cíclica, nos concede una segunda, una tercera, una infinita "otra" oportunidad. Probablemente no tengan idea de qué diablos estoy hablando. En realidad, de nada en particular. Estoy hablando de ese inusual momento en que, por fin, a mis cortos cuatro años, salté la distancia entre dos bancos que había en el condominio donde vivía. Todo un logro para mis cortas piernas llenas de costras en las rodillas. Recuerdo que me quedé mirando el sol del atardecer un segundo, en un momento de autoconciencia extremadamente raro para un niño de cuatro años, y me dije "este momento no se me va a olvidar jamás". De ese momento estoy hablando. Pero al mismo tiempo, de muchos más, muchos bancos que he saltado a lo largo de estos casi treinta años posando mis plantas sobre este tercer planeta.
Esos bancos no han sido sólo de madera. A veces han tenido nombre, carne y hueso. A veces, el banco a saltar ha sido el mismísimo tiempo, que se estira y se hace eterno, se hace inmóvil, sofoca. El mismo tiempo que a veces se estira, para abarcarnos enteros, abrazarnos. A veces, el banco he sido yo mismo.
Y de todos, ése el el más difícil de saltar.
Nos pasamos la vida tratando de aprender a articularnos con otros. Tratando de discernir la diferencia (y la similitud) entre la propiedad y el desprendimiento. A los dos años, con un juguete: "es mío". A los dieciocho, con la polola: "es mía". A los cincuenta, en la graduación de los hijos: "no son míos". A los setenta, mirando con orgullo a los nietos, mientras juegan en el patio de atrás: "Soy mío". La más eterna batalla, la más gloriosa, la más hermosa y épica. La de la propiedad y el desprendimiento. Pero hay una aún más difícil, mucho más vital: la batalla, Dios mío, qué batalla, la batalla por articularse consigo mismo. Esa que se gana cuando uno se mira en el espejo, una mañana cualquiera, y dice: "estoy orgulloso de ti". La batalla que acabo de ganar, que nunca terminaré de ganar, que nunca ganaré pero al mismo tiempo estoy ganando en este mismo instante, mientras escribo estas líneas. Esa que el mundo celebra, dándomelo todo, ofreciéndomelo todo, brindándome pan, techo, abrigo, paz, amigos, suerte, amor, salud y mucha, mucha, muchísima música, meciéndome y remeciéndome como las cortinas que coquetean con el viento.
Feliz año nuevo, tercer planeta.
